Un querellante solitario

 

Viajamos hacia el extremo sureste de la Ciudad de México, a un barrio encaramado en la sierra. Casi una hora a bordo de un camión urbano destartalado. Allá arriba, a quinientos metros sobre el centro de la ciudad, hay una luz filosa, que casi duele. Hace frío. Junto al atrio de la iglesia se vende flor de calabaza, maíz azul, manzanas.

Se nos ha pedido que visite a un hombre mayor (lo llamaré el señor Quijano) que envía largas cartas a las autoridades de la ciudad. Las cartas están escritas a dos tintas, en pliegos tamaño oficio, con una máquina mecánica de las de 1970. En ellas detalla el señor Quijano los agravios y daños a la propiedad que ha sufrido a manos de enemigos misteriosos, y cita en complicadas paráfrasis los artículos del Código Civil infringidos por sus atacantes.

Es difícil acercarse a la casa del señor Quijano. Primero, desde la calle, trepamos por una barda de piedra medio derruida, entre arbustos y troncos rotos. Después tuvimos que pasar por entre las ramas de lo que fue una huerta y hoy es ya una selva de frutales no podados en años,  enlazados por enredaderas cargadas de chilacayotes como sandías. Desperdigados por el suelo hay cerca de una docena de televisores del siglo pasado que parecen haber brotado con la hierba. En la casa de piedra construida hace casi cien años no hay electricidad, teléfono ni agua corriente.

El señor Quijano vive solo; no tiene familia próxima. Nos pide disculpas por el desorden en que está todo: el piso de la única habitación está cubierto, pared a pared, de papeles más o menos arrugados y revueltos. Con las linternas de los teléfonos vemos legajos de apariencia oficial, bolsas vacías de comida para gatos, periódicos, botellas de plástico… Es que, explica, no tiene luz eléctrica desde hace meses y debe emplear el día completo en describir su caso a las autoridades.  Hace muchos años el Presidente de México lo exentó del pago de la energía eléctrica a cambio de expropiarle un terreno. Pero los empleados de la Comisión Federal de Electricidad no entienden razones, y le han cortado la luz injustamente. Tiene dinero en el banco y podría pagar, pero no lo hace por principio. No quiere ayuda legal: no la necesita porque él estudió para abogado y puede representarse a sí mismo; en otras épocas fue litigante. Además es médico y profesor de electrónica.

Como la casa está a oscuras, escribe al aire libre. Coloca su máquina de escribir sobre un pedrusco, se sienta en un tronco y trabaja varias horas cada día poniendo por escrito sus argumentos legales. Gasta más en pliegos de papel y en fotocopias que en alimentos, porque con dos comidas al día le basta. Le gusta vivir entre los árboles: si alguien entra sin permiso, puede esconderse fácilmente.

Sé que la vida da muchas vueltas, así que más tarde investigo si existen cédulas profesionales a nombre del señor Quijano. – Ninguna. El diploma de estudios que nos enseñó es de una escuela que entrenaba detectives privados.

 

 

 

 

6 pensamientos en “Un querellante solitario

  1. Querida Elena, el caso que describes me evoca una tristeza y una desolación terrible… que pena me da el señor Quijardo y todos los señores Quijardos del mundo. Que triste terminar así, pero sobretodo que soledad la suya… cuanta gente habrá así que no tiene acceso a ayuda alguna y mucho menos atención psiquiátrica… que pasó con El después de que lo visitaron?

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    • Myrna, este señor no se siente mal. Le gusta vivir así. Se le propuso buscar para él un asilo, y respondió que prefiere quedarse «en la naturaleza». Lo único que se puede hacer por él es seguir visitándolo para ver si aún puede valerse por sí mismo, o si cambia de opinión.

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